guardiana del blog

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28/6/09

La casa de los juguetes de Norma Beatriz Correa


La casa de los juguetes

Cuenta la historia, que en una pequeña aldea donde habitaba poca gente, cerca de las humildes viviendas, había una casa vieja, inmensa y abandonada.

Se contaban muchas historias distintas de ¡brujas y fantasmas!

Nadie se atrevió a entrar nunca al lugar.

En el pueblecito, se encontraba un grupo de niños que jugaban siempre a ser exploradores;

en la primavera, tres de ellos habían planeado ir a ese lugar tenebroso a escondida de sus padres.
Andy, el mayor, Lucy y Manuel, el pequeño.

Salieron temprano a su travesía.

Entraron con sumo cuidado a la casa, y Lucy exclamó:

-¡Tengo miedo!
-¡Tu no te separes de nosotros! ¡Yo te cuidare! ¡Que nadie se separe! Dijo Andy.
-Miren los muebles antiguos que hay. ¡Esta llena de cosas! Pero esta todo con mucha tierra y telarañas. Dijo Manuel. ¿Habitara alguna persona aquí?

-¡No toquen nada! Y caminemos despacio. Respondió Andy.
De pronto unas escaleras que llevaban a la parte subterránea de la casa llamo la atención de Manuel.

Este, sin que sus compañeros se dieran cuenta fue bajando escalón por escalón.

Pasaron unos minutos.
Asustada dijo Lucy:
-¡Andy! ¡Andy! Manu ha desaparecido. ¡No esta!
Tembloroso dijo Andy:
-¡No puede ser! Debe estar por aquí; tal vez se escondió y quiere asustarnos.
Lucy y Andy comenzaron a llamar.

" ¡Manu! ¡Manu! ¿Dónde estas? ¿Es una broma? ¡Basta! tenemos miedo."

Lucy rompió en llanto.
Andy dijo:
¡Es mi culpa! Yo insistí en venir a este lugar. ¡Lucy! No te muevas de aquí, yo recorreré la casa y te prometo que lo encontrare. ¡No te muevas de aquí!
Mientras Lucy se sentó en un sillón viejo. Estaba su carita llena de lágrimas.

Cuando ¡de pronto!, una cajita de madera con ribetes dorados,

comenzó a destellar una luz intensa que estaba frente a los ojos de Lucy, en una sucia mesita.

Lucy miraba para todos lados intentando ver a alguno de sus compañeros, pero no estaba sola.

Se fue levantando lentamente, caminando hacia la cajita y frente a ella. Lucy tomo fuerzas y dijo:
-¿Quién esta allí dentro?
-¡Abre, por favor! ¡Abre la caja por favor!
Era una voz linda, parecía una niña.
Lucy respondió:
-¿Me prometes que no me harás daño?
-¡Te lo prometo! ¡Te lo prometo! Se escucho.
Abrió la cajita y la sala se ilumino completamente, Lucy retrocedió unos pasos atrás.

Miro y fue tan grande su asombro que dijo:
-¡Que hermosa! ¡Que bella eres! ¿Quién eres?
-Soy el hada guardiana de esta casa. Hacia tantos, tantos años que estaba encerrada en esta caja.

Lucy llena de asombro pregunto:
¿y quien te puso en ese lugar?
El hada contesto:
-¡Es una larga historia! Otro día te la cuento.

Pero aquí tengo mucho trabajo que hacer. ¡Esta todo abandonado y sucio!

Lucy respondió:
-¡Hada! Tú que conoces este lugar podrías ayudarme, estoy con dos niños.

Y Manu, el mas pequeño, se perdió.
Se escucharon unos pasos, y era Andy que entraba corriendo y dijo:
-¿Que fue esa luz inmensa?
El hada riendo le dice:
-¡Tu eres Andy!
El niño quedo inmóvil ante la presencia del hada.
Andy dijo:
-¡Que maravilla! ¿Eres un ángel? ¿Viniste a ayudarnos a buscar a Manu?
El hada respondió:
-¡Soy un hada! ¡Soy libre gracias a Lucy!, estaba encerrada.

Pero vamos pequeños, síganme.

Y volando con sus alitas plateadas y dejando en su camino muchas, muchas chispitas de todos colores.
Comenzó a guiar a los niños, con su varita toco una puerta y allí estaba Manuel sentado en el suelo entre un montón de juguetes, distraído y jugando con todos.

Andy y Lucy entraron corriendo hacia el.
Hablaban casi los dos a la vez.
-¿Dónde estabas? ¡Nos asustamos mucho! ¿Cómo llegaste aquí?
Manu respondió:

-¡No lo se! Vi unos escalones, baje y me encontré en esta sala llena de juguetes. ¡Miren! ¡Miren! Los autos, los trenecitos. ¡Lucy mira las muñecas!

Los niños nunca habían visto tan bonitos juguetes, casi no los conocían, no tenían ninguno de ellos en sus humildes casitas.

El hada los contemplaba sentada arriba de una vieja repisa, y dijo:
-¡Bueno niños! Mientras juegan un rato más, yo tengo trabajos para hacer.
Y salio como una rafaga, de la sala.

Manuel los miro y dijo:
¿Es un juguete el que habla?
Andy respondió:
-¡No! Es un hada, dueña de esta caja y nos ayudo a encontrarte.

Lucy comento:
-Estaba encerrada. ¡Pobrecita!... ¡Pero que hermosos juguetes!

Andy dijo:
"¡Ya es tarde! Hablemos con el hadita. A ver si nos deja volver otro día."

Lucy grito:
-¡Si! ¡Si! Quisiera jugar con las muñecas.
Salieron de esa habitación y fueron hacia la sala, miraron a su alrededor y todo brillaba.
El hada volaba sobre los muebles, paredes, techos, tocando todo con su varita mágica dejando estrellitas.

Los tres, tomados de las manos miraban asombrados.
El hada dijo:
¡Ya esta! ¡Mi hogar volvió a ser lo que era! ¡Ah! casi lo olvido! Falta algo.
Y girando, girando comenzó a formar arcadas de flores, todo se inundo en un agradable perfume.

Andy pregunto:
-¡Hada! ¿Nos dejarás volver algún día?
Manu dijo:
-¡Si! ¡Si! Por favor, queremos jugar.
El hada contesto:
-"¡Claro que si! ¡Vuelvan cuando lo deseen! Este es mi lugar y a partir de ahora es vuestra casa también. Ya que me devolvieron a mi morada… su premio será ¡jugar juntos en la habitación de las fantasías!"

Lucy murmuro:
-¿Qué es la habitación de las fantasías?

El hada contesto:
-Es el lugar que Manuel descubrió, el cuarto de los juguetes, pero guarden el secreto, solo ustedes pueden volver.

Los niños salieron del lugar felices por lo que habían descubierto. La casa era tan bella por dentro y por fuera.
Se juraron no decir nada a nadie; y al otro día se alistaron para ir nuevamente a la casa de los fantasmas, como solía llamarla la gente grande; pero ellos sabían que era La casa del Hada, donde tenían su habitación llena de maravillas, que nunca habían visto.
El hada los esperaba haciendo señales de lucecitas con sus alas plateadas, los niños ya sabían que esa era la contraseña.
¡Era la hora de ir a jugar!...

¡FIN! Pero ¿...Será este, el fin de la historia?...

23/6/09

La bella durmiente del bosque


LA BELLA DURMIENTE DEL BOSQUE.

Había una vez un rey y una reina que estaban tan afligidos por no tener hijos, tan afligidos que no hay palabras para expresarlo. Fueron a todas las aguas termales del mundo; votos, peregrinaciones, pequeñas devociones, todo se ensayó sin resultado.

Al fin, sin embargo, la reina quedó encinta y dio a luz una hija. Se hizo un hermoso bautizo; fueron madrinas de la princesita todas las hadas que pudieron encontrarse en la región (eran siete) para que cada una de ellas, al concederle un don, como era la costumbre de las hadas en aquel tiempo, colmara a la princesa de todas las perfecciones imaginables.

Después de las ceremonias del bautizo, todos los invitados volvieron al palacio del rey, donde había un gran festín para las hadas. Delante de cada una de ellas habían colocado un magnífico juego de cubiertos en un estuche de oro macizo, donde había una cuchara, un tenedor y un cuchillo de oro fino, adornado con diamantes y rubíes. Cuando cada cual se estaba sentando a la mesa, vieron entrar a una hada muy vieja que no había sido invitada porque hacía más de cincuenta años que no salía de una torre y la creían muerta o hechizada.

El rey le hizo poner un cubierto, pero no había forma de darle un estuche de oro macizo como a las otras, pues sólo se habían mandado a hacer siete, para las siete hadas. La vieja creyó que la despreciaban y murmuró entre dientes algunas amenazas. Una de las hadas jóvenes que se hallaba cerca la escuchó y pensando que pudiera hacerle algún don enojoso a la princesita, fue, apenas se levantaron de la mesa, a esconderse tras la cortina, a fin de hablar la última y poder así reparar en lo posible el mal que la vieja hubiese hecho.

Entretanto, las hadas comenzaron a conceder sus dones a la princesita. La primera le otorgó el don de ser la persona más bella del mundo, la siguiente el de tener el alma de un ángel, la tercera el de poseer una gracia admirable en todo lo que hiciera, la cuarta el de bailar a las mil maravillas, la quinta el de cantar como un ruiseñor, y la sexta el de tocar toda clase de instrumentos musicales a la perfección. Llegado el turno de la vieja hada, ésta dijo, meneando la cabeza, más por despecho que por vejez, que la princesa se pincharía la mano con un huso*, lo que le causaría la muerte.

Este don terrible hizo temblar a todos los asistentes y no hubo nadie que no llorara. En ese momento, el hada joven salió de su escondite y en voz alta pronunció estas palabras:

-Tranquilos, rey y reina, la hija de ustedes no morirá; es verdad que no tengo poder suficiente para deshacer por completo lo que mi antecesora ha hecho. La princesa se clavará la mano con un huso; pero en vez de morir, sólo caerá en un sueño profundo que durará cien años, al cabo de los cuales el hijo de un rey llegará a despertarla.

Para tratar de evitar la desgracia anunciada por la anciana, el rey hizo publicar de inmediato un edicto, mediante el cual bajo pena de muerte, prohibía a toda persona hilar con huso y conservar husos en casa.

Pasaron quince o dieciséis años. Un día en que el rey y la reina habían ido a una de sus mansiones de recreo, sucedió que la joven princesa, correteando por el castillo, subiendo de cuarto en cuarto, llegó a lo alto de un torreón, a una pequeña buhardilla donde una anciana estaba sola hilando su copo. Esta buena mujer no había oído hablar de las prohibiciones del rey para hilar en huso.

-¿Qué haces aquí, buena mujer? -dijo la princesa.

-Estoy hilando, mi bella niña -le respondió la anciana, que no la conocía.

-¡Ah! qué lindo es -replicó la princesa-, ¿cómo lo haces? Dame a ver si yo también puedo.

No hizo más que coger el huso, y siendo muy viva y un poco atolondrada, aparte de que la decisión de las hadas así lo habían dispuesto, cuando se clavó la mano con él cayó desmayada.

La buena anciana, muy confundida, clama socorro. Llegan de todos lados, echan agua al rostro de la princesa, la desabrochan, le golpean las manos, le frotan las sienes con agua de la reina de Hungría; pero nada la reanima.

Entonces el rey, que acababa de regresar al palacio y había subido al sentir el alboroto, se acordó de la predicción de las hadas, y pensando que esto tenía que suceder ya que ellas lo habían dicho, hizo poner a la princesa en el aposento más hermoso del palacio, sobre una cama bordada en oro y plata. Se veía tan bella que parecía un ángel, pues el desmayo no le había quitado sus vivos colores: sus mejillas eran encarnadas y sus labios como el coral; sólo tenía los ojos cerrados, pero se la oía respirar suavemente, lo que demostraba que no estaba muerta. El rey ordenó que la dejaran dormir en reposo, hasta que llegase su hora de despertar.

El hada buena que le había salvado la vida, al hacer que durmiera cien años, se hallaba en el reino de Mataquin, a doce mil leguas de allí, cuando ocurrió el accidente de la princesa; pero en un instante recibió la noticia traída por un enanito que tenía botas de siete leguas (eran unas botas que recorrían siete leguas en cada paso). El hada partió de inmediato, y al cabo de una hora la vieron llegar en un carro de fuego tirado por dragones.

El rey la fue a recibir dándole la mano a la bajada del carro. Ella aprobó todo lo que él había hecho; pero como era muy previsora, pensó que cuando la princesa llegara a despertar, se sentiría muy confundida al verse sola en este viejo palacio.

Hizo lo siguiente: tocó con su varita todo lo que había en el castillo (salvo al rey y a la reina), ayas, damas de honor, sirvientas, gentilhombres, oficiales, mayordomos, cocineros. Tocó también todos los caballos que estaban en las caballerizas, con los palafreneros, los grandes perros de gallinero, y la pequeña Puf, la perrita de la princesa que estaba junto a ella sobre el lecho. Junto con tocarlos, se durmieron todos, para que despertaran al mismo tiempo que su ama, a fin de que estuviesen todos listos para atenderla llegado el momento; hasta los asadores, que estaban al fuego con perdices y faisanes, se durmieron, y también el fuego. Todo esto se hizo en un instante: las hadas no tardaban en realizar su tarea.

Entonces el rey y la reina, luego de besar a su querida hija sin que ella despertara, salieron del castillo e hicieron publicar prohibiciones de acercarse a él a quienquiera que fuese en todo el mundo. Estas prohibiciones no eran necesarias, pues en un cuarto de hora creció alrededor del parque tal cantidad de árboles grandes y pequeños, de zarzas y espinas entrelazadas unas con otras, que ni hombre ni bestia habría podido pasar; de modo que ya no se divisaba sino lo alto de las torres del castillo, y esto sólo de muy lejos. Nadie dudó de que esto fuese también obra del hada para que la princesa, mientras durmiera, no tuviera nada que temer de los curiosos.

Al cabo de cien años, el hijo de un rey que gobernaba en ese momento y que no era de la familia de la princesa dormida, andando de caza por esos lados, preguntó qué eran esas torres que divisaba por encima de un gran bosque muy espeso; cada cual le respondió según lo que había oído hablar. Unos decían que era un viejo castillo poblado de fantasmas; otros, que todos los brujos de la región celebraban allí sus reuniones. La opinión más corriente era que en ese lugar vivía un ogro y llevaba allí a cuanto niño podía atrapar, para comérselo a gusto y sin que pudieran seguirlo, teniendo él solamente el poder para hacerse un camino a través del bosque. El príncipe no sabía qué creer, hasta que un viejo campesino tomó la palabra y le dijo:

-Príncipe, hace más de cincuenta años le oí decir a mi padre que había en ese castillo una princesa, la más bella del mundo; que dormiría durante cien años y sería despertada por el hijo de un rey a quien ella estaba destinada.

Al escuchar este discurso, el joven príncipe se sintió enardecido; creyó sin vacilar que él pondría fin a tan hermosa aventura; e impulsado por el amor y la gloria, resolvió investigar al instante de qué se trataba.

Apenas avanzó hacia el bosque, esos enormes árboles, aquellas zarzas y espinas se apartaron solos para dejarlo pasar: caminó hacia el castillo que veía al final de una gran avenida adonde penetró, pero, ante su extrañeza, vio que ninguna de esas gentes había podido seguirlo porque los árboles se habían cerrado tras él. Continuó sin embargo su camino: un príncipe joven y enamorado es siempre valiente.

Llegó a un gran patio de entrada donde todo lo que apareció ante su vista era para helarlo de temor. Reinaba un silencio espantoso, por todas partes se presentaba la imagen de la muerte, era una de cuerpos tendidos de hombres y animales, que parecían muertos. Pero se dio cuenta, por la nariz granujienta y la cara rubicunda de los guardias, que sólo estaban dormidos, y sus jarras, donde aún quedaban unas gotas de vino, mostraban a las claras que se habían dormido bebiendo.

Atraviesa un gran patio pavimentado de mármol, sube por la escalera, llega a la sala de los guardias que estaban formados en hilera, la carabina al hombro, roncando a más y mejor. Atraviesa varias cámaras llenas de caballeros y damas, todos durmiendo, unos de pie, otros sentados; entra en un cuarto todo dorado, donde ve sobre una cama cuyas cortinas estaban abiertas, el más bello espectáculo que jamás imaginara: una princesa que parecía tener quince o dieciséis años cuyo brillo resplandeciente tenía algo luminoso y divino.

Se acercó temblando y en actitud de admiración se arrodilló junto a ella. Entonces, como había llegado el término del hechizo, la princesa despertó; y mirándolo con ojos más tiernos de lo que una primera vista parecía permitir:

-¿Eres tú, príncipe mío? -le dijo ella- bastante te has hecho esperar.

El príncipe, atraído por estas palabras y más aún por la forma en que habían sido dichas, no sabía cómo demostrarle su alegría y gratitud; le aseguró que la amaba más que a sí mismo. Sus discursos fueron inhábiles; por ello gustaron más; poca elocuencia, mucho amor, con eso se llega lejos. Estaba más confundido que ella, y no era para menos; la princesa había tenido tiempo de soñar con lo que le diría, pues parece (aunque la historia no lo dice) que el hada buena, durante tan prolongado letargo, le había procurado el placer de tener sueños agradables. En fin, hacía cuatro horas que hablaban y no habían conversado ni de la mitad de las cosas que tenían que decirse.

Entretanto, el palacio entero se había despertado junto con la princesa; todos se disponían a cumplir con su tarea, y como no todos estaban enamorados, ya se morían de hambre; la dama de honor, apremiada como los demás, le anunció a la princesa que la cena estaba servida. El príncipe ayudó a la princesa a levantarse y vio que estaba toda vestida, y con gran magnificencia; pero se abstuvo de decirle que sus ropas eran de otra época y que todavía usaba gorguera; no por eso se veía menos hermosa.

Pasaron a un salón de espejos y allí cenaron, atendido por los servidores de la princesa; violines y oboes interpretaron piezas antiguas pero excelentes, que ya no se tocaban desde hacía casi cien años; y después de la cena, sin pérdida de tiempo, el capellán los casó en la capilla del castillo, y la dama de honor les cerró las cortinas: durmieron poco, la princesa no lo necesitaba mucho, y el príncipe la dejó por la mañana temprano para regresar a la ciudad, donde su padre debía estar preocupado por él.

El príncipe le dijo que estando de caza se había perdido en el bosque y que había pasado la noche en la choza de un carbonero quien le había dado de comer queso y pan negro. El rey: su padre, que era un buen hombre, le creyó, pero su madre no quedó muy convencida, y al ver que iba casi todos los días a cazar y que siempre tenía una excusa a mano cuando pasaba dos o tres noches afuera, ya no dudó que se trataba de algún amorío; pues vivió más de dos años enteros con la princesa y tuvieron dos hijos siendo la mayor una niña cuyo nombre era Aurora, y el segundo un varón a quien llamaron el Día porque parecía aún más bello que su hermana.

La reina le dijo una y otra vez a su hijo para hacerlo confesar, que había que darse gusto en la vida, pero él no se atrevió nunca a confiarle su secreto; aunque la quería, le temía, pues era de la raza de los ogros, y el rey se había casado con ella por sus riquezas; en la corte se rumoreaba incluso que tenía inclinaciones de ogro, y que al ver pasar niños, le costaba un mundo dominarse para no abalanzarse sobre ellos; de modo que el príncipe nunca quiso decirle nada.

Mas, cuando murió el rey, al cabo de dos años, y él se sintió el amo, declaró públicamente su matrimonio y con gran ceremonia fue a buscar a su mujer al castillo. Se le hizo un recibimiento magnífico en la capital a donde ella entró acompañada de sus dos hijos.

Algún tiempo después, el rey fue a hacer la guerra contra el emperador Cantalabutte, su vecino. Encargó la regencia del reino a su madre, recomendándole mucho que cuidara a su mujer y a sus hijos. Debía estar en la guerra durante todo el verano, y apenas partió, la reina madre envió a su nuera y sus hijos a una casa de campo en el bosque para poder satisfacer más fácilmente sus horribles deseos. Fue allí algunos días más tarde y le dijo una noche a su mayordomo.

-Mañana para la cena quiero comerme a la pequeña Aurora.

-¡Ay! señora -dijo el mayordomo.

-¡Lo quiero! -dijo la reina (y lo dijo en un tono de ogresa que desea comer carne fresca)-, y deseo comérmela con salsa, Roberto.

El pobre hombre, sabiendo que no podía burlarse de una ogresa, tomó su enorme cuchillo y subió al cuarto de la pequeña Aurora; ella tenía entonces cuatro años y saltando y corriendo se echó a su cuello pidiéndole caramelos. Él se puso a llorar, el cuchillo se le cayó de las manos, y se fue al corral a degollar un corderito, cocinándolo con una salsa tan buena que su ama le aseguró que nunca había comido algo tan sabroso. Al mismo tiempo llevó a la pequeña Aurora donde su mujer para que la escondiera en una pieza que ella tenía al fondo del corral.

Ocho días después, la malvada reina le dijo a su mayordomo:

-Para cenar quiero al pequeño Día.

Él no contestó, habiendo resuelto engañarla como la primera vez. Fue a buscar al niño y lo encontró, florete en la mano, practicando esgrima con un mono muy grande, aunque sólo tenía tres años. Lo llevó donde su mujer, quien lo escondió junto con Aurora, y en vez del pequeño Día, sirvió un cabrito muy tierno que la ogresa encontró delicioso.

Hasta aquí la cosa había marchado bien; pero una tarde, esta reina perversa le dijo al mayordomo:

-Quiero comerme a la reina con la misma salsa que sus hijos.

Esta vez el pobre mayordomo perdió la esperanza de poder engañarla nuevamente. La joven reina tenía más de 20 años, sin contar los cien que había dormido: aunque hermosa y blanca su piel era algo dura; ¿y cómo encontrar en el corral un animal tan duro? Decidió entonces, para salvar su vida, degollar a la reina, y subió a sus aposentos con la intención de terminar de una vez. Tratando de sentir furor y con el puñal en la mano, entró a la habitación de la reina. Sin embargo, no quiso sorprenderla y en forma respetuosa le comunicó la orden que había recibido de la reina madre.

-Cumple con tu deber -le dijo ella, tendiendo su cuello-; ejecuta la orden que te han dado; iré a reunirme con mis hijos, mis pobres hijos tan queridos -(pues ella los creía muertos desde que los había sacado de su lado sin decirle nada).

-No, no, señora -le respondió el pobre mayordomo, enternecido-, no morirás, y tampoco dejarás de reunirte con tus queridos hijos, pero será en mi casa donde los tengo escondidos, y otra vez engañaré a la reina, haciéndole comer una cierva en lugar tuyo.

La llevó en seguida al cuarto de su mujer y dejando que la reina abrazara a sus hijos y llorara con ellos, fue a preparar una cierva que la reina comió para la cena, con el mismo apetito que si hubiera sido la joven reina. Se sentía muy satisfecha con su crueldad, preparándose para contarle al rey, a su regreso, que los lobos rabiosos se habían comido a la reina su mujer y a sus dos hijos.

Una noche en que como de costumbre rondaba por los patios y corrales del castillo para olfatear alguna carne fresca, oyó en una sala de la planta baja al pequeño Día que lloraba porque su madre quería pegarle por portarse mal, y escuchó también a la pequeña Aurora que pedía perdón por su hermano.

La ogresa reconoció la voz de la reina y de sus hijos, y furiosa por haber sido engañada, a primera hora de la mañana siguiente, ordenó con una voz espantosa que hacía temblar a todo el mundo, que pusieran al medio del patio una gran cuba haciéndola llenar con sapos, víboras, culebras y serpientes, para echar en ella a la reina y sus niños, al mayordomo, su mujer y su criado; había dado la orden de traerlos con las manos atadas a la espalda.

Ahí estaban, y los verdugos se preparaban para echarlos a la cuba, cuando el rey, a quien no esperaban tan pronto, entró a caballo en el patio; había viajado por la posta, y preguntó atónito qué significaba ese horrible espectáculo. Nadie se atrevía a decírselo, cuando de pronto la ogresa, enfurecida al mirar lo que veía, se tiró de cabeza dentro de la cuba y en un instante fue devorada por las viles bestias que ella había mandado poner.

El rey no dejó de afligirse: era su madre, pero se consoló muy pronto con su bella esposa y sus queridos hijos.

Moraleja

Esperar algún tiempo para hallar un esposo
rico, galante, apuesto y cariñoso
parece una cosa natural
pero aguardarlo cien años en calidad de durmiente
ya no hay doncella tal que duerma tan apaciblemente.
La fábula además parece querer enseñar
que a menudo del vínculo el atrayente lazo
no será menos dichoso por haberle dado un plazo
y que nada se pierde con esperar;
pero la mujer con tal ardor
aspira a la fe conyugal
que no tengo la fuerza ni el valor
de predicarle esta moral.


22/6/09

El hada de Charles Perrault




El Hada


Había una vez una viuda que tenía dos hijas. La mayor era muy parecida a ella, tanto en apariencia como en carácter, de modo que quien conociera a la hija, conocía a la madre. Ambas eran tan desagradables y orgullosas, que nadie podía vivir con ellas. La menor, que era como una copia de su padre en su dulzura de temperamento y virtudes, era además una de las más bellas muchachas jamás conocidas. Y como es natural que la gente ame a quienes se le parecen, esta madre tenía preferencia por la hija mayor, y al mismo tiempo, cierta adversión por la menor. Así que siempre la tenía en la cocina trabajando continuamente.

Entre otras cosas, esta desafortunada joven tenía que ir dos veces al día a traer agua como a dos kilómetros de distancia, y traerla en una vasija grande. Un día, cuando ella estaba en la fuente, se le acercó una pobre mujer, quien le rogó que le diera de beber.

-"Oh, claro, con todo mi corazón, bendita señora."- dijo la joven.

Y sumergiendo la vasija en la fuente, sacó un poco del agua clara y se la dió a la señora, sosteniéndole la vasija todo el tiempo, para que pudiera beber más fácilmente.

Habiendo terminado de beber, la buena señora le dijo:

-"Eres tan linda, tan buena y cortés, que no puedo dejar de ayudarte si no es otorgándote un don muy especial."- pues ésta era un hada, que había tomado la figura de una pobre campesina, para ver cuan civilizada y que buenas maneras poseía esta joven.

-"Yo te daré el don"- continuó el hada, -"para que a cada palabra que pronuncies, saldrá de tu boca ya sea una flor o una joya."-

Cuando esta bella joven regresó a casa, su madre la reprendió por haber tardado tanto en la fuente.

-"Te pido perdón, querida mamá"- dijo la pobre muchacha, -"por no haber sido más rápida."-

Y pronunciando esas palabras, salieron de su boca dos rosas, dos perlas y dos grandes diamantes.

-"¿Qué es lo que estoy viendo?"- dijo la madre toda confundida. -"¡Pareciera que flores, perlas y diamantes salen de la boca de esta muchacha! ¿Cómo ha sucedido eso, mi hijita?"-

Esta era la primera vez que ella la llamaba "mi hijita".

La muchacha le contó francamente todo el suceso, sin que cesaran de salir flores y joyas de su boca.

-"¡Maravilloso!"- gritó la madre, -"debo enviar a mi muy querida hija allá. ¡Fanny, ven a ver lo que sale de la boca de tu hermana cada vez que habla! ¿No te gustaría, querida, recibir el mismo regalo? Sólo tienes que ir a la fuente, sacar agua con el recipiente, y cuando una pobre campesina te pida agua para beber, se la das con toda cordialidad."-

-"Ya quisiera yo verme yendo a la fuente a traer agua."- dijo despectivamente esta malcriada creatura.

-"Insisto en que debes ir"- dijo la madre, -"y ahora mismo."-

Ella fue, pero refunfuñando todo el camino, y llevando con ella el mejor recipiente de plata de la casa.

No más había llegado a la fuente, cuando vio que salía del bosque una dama magníficamente vestida, quien se acercó a ella, y le pidió que le diera de beber. Esta dama era la misma hada que se le presentó a su hermana, pero ahora venía con la apariencia y vestiduras de una princesa, para ver hasta donde llegaba la rudeza de esa muchacha.

-"¿Es que he venido aquí"-dijo la altanera y malcriada joven, -"sólo para darte de beber, eh? ¿Supongo que esta vasija de plata fue traída acá para deleite de su majestad, o no? Sin embargo puedes beber de él, si así lo crees."-

-"No eres nada amable."- contestó el hada, sin enojo. -"Pues bien, ya que eres tan insolente, te doy el don especial de que por cada palabra que pronuncies, saldrá de tu boca, ya sea una culebra o un sapo."-

Tan pronto como la madre la vio regresar, le gritó:

-"¿Y bien, hija?"-

-"¿Bien qué, madre?"- contestó la infeliz muchacha, saliéndole de su boca dos serpientes y un sapo.

-"¡Oh, por piedad!"- gritó la madre, -"¿Qué es lo que veo? Fue tu hermana la causante de todo esto, pero ya la pagará."- e inmediatamente corrió a castigarla. La pobre joven se alejó rápidamente de ella, y se fue a esconder al bosque vecino.

El hijo del rey, que regresaba de una persecusión de cacería, la encontró, y viéndola tan hermosa, le preguntó que qué hacía allí y por qué estaba llorando.

-"¡Caray, señor!, mi madre me ha forzado a salir de casa."-

El hijo del rey, cuando vio que cinco o seis perlas, y muchos diamantes salían de su boca, le pidió que le dijera cómo había sucedido eso. Ella le contó toda la historia. El hijo del rey se enamoró de ella, y considerando que tal don era mucho más valioso que lo que cualquier obsequio de bodas pudiera traer, la llevó de inmediato al palacio del rey, su padre, y allí se casaron.

Y en cuanto a la otra hermana, se hizo cada vez más despreciable, tanto que su madre terminó echándola puerta afuera. La miserable muchacha, después de mucho deambular, fue recibida en una casa como criada, pero con la condición de nunca jamás pronunciar una sola palabra.

Enseñanza:

Verdaderamente, las palabras pronunciadas por las personas bondadosas y amables, son siempre lindas flores y preciosas joyas.

Por el contrario, las palabras pronunciadas por personas despreciativas y altaneras, son siempre hirientes, horribles y miserables, como verdaderos monstruos.